Hay una imagen que define a nuestro continente: la de una frontera. De un lado, la promesa; del otro, la memoria. Y en el medio, millones de personas mirando hacia el Norte, hacia los Estados Unidos, con una mezcla de esperanza y recelo que es, quizás, el sentimiento más latinoamericano que existe.
La reciente postura del presidente Trump de deportar y enviar de vuelta a casa a millones de inmigrantes de América Latina, pero no solo por supuesto, ha reavivado este conflicto. Nunca se ha apagado ni se apagará. Por un lado, el deseo de dar un giro a la propia vida. Por otro, vivir con dificultad esa integración, muchas veces imposible, con un mundo lejano y diferente al que habita en el alma de un latinoamericano. La ética protestante que todo lo remite a la ganancia como medida de la finalidad de la vida, nunca podrá ser profundamente aceptada por la humanidad católica del pueblo latino. Se sufre, se finge ser ‘gringos’ pero nunca se llega a serlo, ni siquiera se quiere llegar a serlo de verdad.
Entonces es un sueño o una necesitad?
¿Cómo es posible desear tanto un lugar al que, a la vez, se le guarda tanto rencor? Esa es la gran contradicción que nos define. El llamado “sueño americano” no es una simple fantasía de Hollywood; es una fuerza real, casi gravitacional, alimentada por las urgencias de nuestro día a día. Es el anhelo de un salario que alcance para más que sobrevivir, de caminar por la calle sin miedo, de darles a los hijos un futuro que en casa parece imposible. No se trata tanto de un amor ciego por Estados Unidos, sino de una necesidad profunda de escapar de la inestabilidad, la corrupción y la falta de oportunidades que, con demasiada frecuencia, marcan la vida en nuestros países de Latino America.
El vecino poderoso que impone su voluntad
Irse al Norte es, para muchos, la única opción lógica, el último recurso. Es la decisión pragmática de quien busca, ante todo, seguridad y progreso para su familia.
Sin embargo, esta atracción magnética convive con una sombra profunda, una herida histórica que no cicatriza. En la memoria colectiva de América Latina, Estados Unidos no es solo la tierra de las oportunidades, sino también el vecino poderoso que ha impuesto su voluntad. Es el recuerdo del intervencionismo, de las dictaduras apoyadas, de las políticas económicas que beneficiaron a sus corporaciones mientras desestabilizaban las nuestras. Es la sensación de ser el “patio trasero“, una región cuya soberanía siempre ha estado condicionada. Este rencor no es un odio irracional; es una crítica fundamentada, un sentimiento de dignidad que se niega a olvidar.
Una contradicción que se vive en la carne propia
Y esa dualidad no se queda en la política o en los libros de historia. Se vive en carne propia por quienes logran cruzar la frontera. La pregunta clave es: ¿de verdad la vida es mejor allá?
La respuesta es tan compleja como el viaje mismo. Sí, materialmente, la vida puede mejorar. Se gana más, se envían remesas que son el salvavidas de familias enteras, se accede a bienes y servicios impensables en casa. Pero el precio es altísimo. Es el costo de la soledad, de dejar atrás a los afectos, de perder el estatus social que se tenía. Es el médico que ahora lava platos, la abogada que limpia casas. Es aguantar la discriminación, el racismo sutil o descarado, y vivir con el miedo constante a la deportación. Es la nostalgia que aprieta el pecho al escuchar una cumbia o sentir el olor de una comida que te recuerda a todo lo que dejaste.
Como se recncilia esta contradicción?
La respuesta es que no se reconcilia, se vive con ella. El latinoamericano aprende a separar. Se puede criticar ferozmente la política exterior de Washington y, al mismo tiempo, trabajar de sol a sol con la esperanza de obtener una residencia. Se puede sentir un profundo orgullo por la propia cultura y, a la vez, admirar la eficiencia y el empuje de la sociedad estadounidense.
No es amor/odio es un vinculo de dependencia critica
La relación con Estados Unidos no es de amor u odio. Es un espejo de nuestras propias carencias y aspiraciones. Es un vínculo de dependencia, de necesidad y de crítica constante. Querer irse no significa rendirse al “sueño americano”, sino luchar por un sueño propio, aunque el escenario para esa lucha sea una tierra extraña que te ofrece una oportunidad con una mano y te recuerda que no perteneces con la otra. Y en esa tensión, en ese tira y afloja entre el deseo y el rencor, reside una de las verdades más profundas de nuestra identidad.