Uruguay logró en menos de diez años independizarse prácticamente de los combustibles fósiles para generar electricidad. Hoy, cerca del 98% de la energía eléctrica uruguaya proviene de fuentes renovables. ¿Cómo empezó la transformación?
Hasta mediados de la década del 2000, Uruguay, un país de apenas 3,5 millones de habitantes, era un país dependiente del petróleo importado. Cada crisis internacional en los precios del crudo golpeaba su economía y generaba inestabilidad en el costo de la electricidad. En 2007, tras una fuerte sequía que afectó a sus represas hidroeléctricas y obligó a importar electricidad cara, el país decidió cambiar de rumbo.
El gobierno, junto con actores privados, diseñó una estrategia nacional a largo plazo: diversificar la matriz energética con fuentes limpias y seguras, reduciendo el peso del petróleo. La meta era ambiciosa: apostar a la energía eólica, solar, biomasa e hidroeléctrica de manera combinada, con reglas claras y estables para atraer inversiones.
El papel del Estado y del sector privado
Uno de los secretos del éxito uruguayo fue la alianza público-privada. El Estado marcó el camino a través de la empresa pública UTE (Administración Nacional de Usinas y Trasmisiones Eléctricas), que garantizó contratos de compra de energía a largo plazo, lo que dio seguridad a los inversores.
Al mismo tiempo, el país abrió la puerta a empresas privadas mediante licitaciones transparentes y reglas estables. Esto generó confianza internacional y atrajo capital extranjero en un país pequeño, que hasta entonces no era visto como un gran jugador energético.
El boom de la energía eólica
Uruguay tiene un recurso natural poco explotado: el viento. Gracias a una planificación seria, en menos de una década se construyeron más de 50 parques eólicos en distintas regiones del país. Hoy, la energía del viento aporta casi la mitad de la electricidad nacional.
La ventaja es clara: el viento es gratis, inagotable y no depende de los vaivenes del petróleo. Cuando hay exceso de generación, Uruguay incluso exporta electricidad a Brasil y Argentina, convirtiéndose en un actor regional.
Sol, biomasa e hidroelectricidad
El modelo no se basa en una sola fuente. La biomasa proveniente de residuos forestales y agrícolas es otra pieza importante, ya que aprovecha la fuerte industria papelera y agropecuaria. La energía solar, aunque más modesta en comparación con la eólica, se incorporó para diversificar aún más la matriz.
Las represas hidroeléctricas, que ya existían, fueron modernizadas y ahora funcionan de manera complementaria: producen cuando hay lluvias abundantes, y en tiempos de sequía son reemplazadas por el viento o la biomasa.
Los resultados
98% de la electricidad es renovable.
Reducción drástica de emisiones de CO₂.
Independencia frente al petróleo y a la volatilidad internacional.
Tarifas más estables para consumidores y empresas.
Nuevas exportaciones de energía a países vecinos.
El cambio no solo fue ambiental, sino también económico: Uruguay pasó de ser un país vulnerable a convertirse en ejemplo mundial de transición energética.
Lecciones para América Latina y el Mundo
El caso uruguayo demuestra que no se necesita ser un país rico o gigante para lograr independencia energética. Lo fundamental es la voluntad política, una estrategia clara, continuidad en las decisiones y confianza para atraer inversión privada.
Hoy, cuando el mundo discute cómo reducir emisiones y luchar contra el cambio climático, Uruguay enseña que con planificación y acuerdos de largo plazo es posible transformar un sistema eléctrico en menos de diez años.
Un país pequeño se convirtió en referente global en energía limpia, y América Latina entera puede inspirarse en su experiencia para caminar hacia un futuro más sostenible.